Hoy me he levantado como un toro de lidia (cornudo y malherido).
Nunca me han gustado las corridas de toros. No me gusta ver sufrir al animal, no me gusta la música que toca la banda y no me gustan los toreros, con sus trajes de luces que no alumbran. Me los imagino cuando se ponen esa especie de pantalones ajustados retorciéndose los testículos para colocarlos a un lado (el derecho, me parece). A mi mujer le encantan, ayer me pidió (me obligó) que la llevara a una novillada, a ella y a su amiga del alma.
Estuve media hora con el coche aparcado en doble fila, aguantando impasible varios tipos de claxon, insultos y cortes de mangas, nada comparado con lo que apareció por el portal. Se habían disfrazado para ir a la feria de abril, con vestidos de colores chillones y puntos negros, mantillas, zapatos de tacón, pendientes de aro, gafas de sol y unas peinetas de medio metro de alto. Malditas peinetas, por su culpa tuve que llevarlas en el descapotable.
¡Joder!, con el frío que hacía y ellas sin inmutarse. No sabría decir si las sonrisas que me devolvía el retrovisor eran por lo contentas que estaban o por que se les congeló el carmín rojo putón que se habían aplicado con una espátula.
Ni me miraron cuando se marcharon diciendo que me fuera para casa, el viaje de vuelta lo harían con otra amiga, pero me sentía un poco rebelde y me metí en la primera cafetería que encontré para descongelarme a base de carajillos. El valor aumentaba en proporción directa a la tasa de alcohol y cafeína, y en proporción indirecta al dinero que llevaba en la cartera, así que dejé en prenda mi teléfono móvil de última generación al camarero y me fui a la plaza a mendigarle unos billetes a mi querida esposa. El viejo de la taquilla se quedó mi Rolex de oro y yo con su promesa de devolución al pagar la entrada.
Tuve que esperar unos minutos a que le concedieran una oreja al torero de turno para que los pañuelos blancos me dejaran localizar los cincuenta centímetros de peineta de la amiga de mi mujer, y tras varios pisotones y caídas entre los espectadores conseguí sentarme a su lado y que me dijera que mi esposa estaba en el baño. Más pisotones, caídas, improperios y disculpas en el camino de vuelta, durante el cual pude ver fugazmente al torero y su oreja ensangrentada, y juraría que llevaba los testículos en el lado izquierdo.
En mi casa hay seis cuartos de baño y utilizo uno distinto cada día de la semana para que mi suegra esté entretenida limpiando, no quiere que el servicio de limpieza descubra que no caga flores ni mea colonia. Los domingos me bajo al jardín para abonarle las flores a la mujer, sobre todo los geranios, no se por qué pero los odio, y cuanto más me meo en ellos más grandes están los cabrones.
No conté los retretes que tuve que recorrer por toda la plaza, aguantando los gritos de mujeres histéricas, hasta que encontré lo que buscaba y algo más, mi mujer con la falda levantada hasta los riñones y la cara incrustada en el espejo aguantaba las embestidas de un torero con la montera en la cabeza y los pantalones en los tobillos. Me marché sin que me vieran y sin dinero, y di por perdidos el teléfono, el reloj y la honra, pero con la firme decisión de no hacer nada, soy un mal escritor y peor pintor mantenido por una mujer y su madre millonarias, y estoy convencido (que remedio) que unos cuernos pueden ser llevados con dignidad.
Durante el camino de vuelta a casa, la mitad lo hice en taxi por culpa de un control de alcoholemia, no me pude sacar de la cabeza la imagen que había visto en aquel lavabo, los testículos del torero estaban incrustados en el muslo izquierdo . . .